Jerusalén, domingo a las 09H00. En el cruce de las calles Jaffa y King Georges, varios pasajeros salen de los autocares y del tranvía y se quitan la mascarilla al poner un pie en la calle. Dentro de los transportes es obligatorio su uso pero fuera, al aire libre, ya no.
Eliana Gamulka, rubia y de ojos azules, se apea del autobús y se ata su mascarilla amarilla a la muñeca derecha. Un gesto simple pero que desde hacía un año era ilegal.
“En el bus llevaba la mascarilla, la mayoría de la gente la llevaba puesta, y luego me la he quitado […] Estoy aliviada, podemos volver a vivir”, comenta Eliana, gestora de proyectos de 26 años, feliz porque la medida ha entrado en vigor dos semanas antes de su boda. “¡Podremos celebrarla todos sin mascarilla y las fotos serán bonitas!”.
La parte mala, bromea Eliana, es que “ya no se puede fingir que no se conoce a alguien por la calle”.
– Temores –
Otros pasajeros, en cambio, prefieren dejarse la mascarilla puesta al salir del bus, o se la dejan a la altura de la barbilla para poder ponérsela rápidamente al entrar en alguna tienda. Ester Malka, “acostumbrada” a llevar mascarilla, prefiere esperar antes de quitársela en plena calle.
“Todavía tengo miedo […] Veremos qué pasa cuando todo el mundo se haya quitado la mascarilla. Si veo que todo va bien dentro de un mes o dos, entonces me la quitaré”, explica la oficinista.
El país pudo dar este paso, el jueves por la noche, gracias a una intensa campaña de vacunación, facilitada por un acuerdo firmado entre en el Estado y el gigante farmacéutico Pfizer.
A cambio de un acceso rápido a millones de dosis de la vacuna, Israel aportó a Pfizer datos reales sobre el efecto de la vacunación. En Israel, los datos médicos de la población están digitalizados.