Las personas que se manifiestan en contra de las vacunas que combaten a COVID-19 suelen tener una actitud cercana a la paranoia: piensan en teorías conspirativas en las que poderes superiores buscan controlar a los seres humanos mediante la inmunización, implantar chips y manejar el destino del mundo.
La mayoría de las veces fundamentan esa enorme e inexplicable negación por la ciencia simplemente distorsionando la información científica y la realidad. Así, no solo ponen en riesgo su propia salud y la de sus seres queridos, sino también la de vecinos y miembros de su comunidad.
¿En dónde están las raíces de esta actitud?
Expertos sostienen que las acciones de salud pública tienen como meta el bien común. Por ejemplo, al limitar los espacios para fumadores, para que los que no fuman no se vean afectados por el humo de segunda mano, y al mismo tiempo desalentar el hábito.
Esto es especialmente cierto durante una emergencia sanitaria como una pandemia.
Con las vacunas ocurre algo similar. Por el bien común todas las personas elegibles deberían vacunarse. No es solo ciencia, es simple sentido común: cuanto más personas inmunizadas hay, menos posibilidad tiene un gérmen de circular, es como si se topara con una pared a cada vuelta de esquina.
Algunos sistemas escolares, como el de Los Angeles, han hecho mandatoria la vacunación contra COVID-19 para sus estudiantes, de la misma manera que lo son una docena de vacunas del calendario escolar que los niños necesitan tener para registrarse al comienzo de su vida escolar, o si cambian de escuela.
Aplicar la idea de que al hacer la vacuna mandatoria se viola un derecho, limita, al final del día, los derechos o las libertades de todos. Menos vacunados significa más casos de COVID, más aislamiento, menos posibilidad de ir a trabajar, y más restricciones en espacios públicos y privados.